14 de mayo de 2011

Todo lo que sé es que yo no soy marxista


Si ha existido un hombre que ha despertado pasiones contrapuestas, ése es Carlos Marx. Con un carácter indomable, polemista brillante, orador carismático, atractivo para cualquier ser pensante. El Prometeo de Tréveris devino Dios de la verdad en una gran parte, o el Diablo Rojo, en otra. No fue -ni es- un Dios o un Diablo. El mismo sería el primero en exigir -de poder hacerlo- que su vida y obra estuvieran situadas en el escalón más alto del planeta: en el de un ser humano con sus virtudes y sus defectos.

Lenin afirmó alguna vez que el marxismo es exacto porque es dialéctico. La frase es un ejemplo clásico de contradicción aparente y, sin embargo, es en sí misma de una coherencia admirable: la exactitud de la dialéctica radica en la propia dialéctica, sujeta a cambios, evoluciones y a un desarrollo perpetuo. Pero, en detrimento de El Moro, no todos sus estudiosos se llaman -ni son- Lenin.

Plagiado, incomprendido, tergiversado, dividido en el Marx joven y el Marx viejo, en el siglo XX, aún en vida comenzó a percibir las malas interpretaciones que se hacían de su teoría. Con un grado de cólera comprensible -se trataba nada menos que de sus yernos- el 11 de noviembre del 82 le escribía a Engels: “¡Que se vayan al diablo Longuet, el último proudhoniano,7 y Lafargue, el último bakunista8 !”

A Pablo Lafargue, el 27 de octubre de 1890. Engels le enviaba una carta en la que comentaba el arribismo que existía en el partido socialdemócrata alemán:

Ha habido revueltas de estudiantes, literatos y otros jóvenes burgueses desclasados se han lanzado al partido, han llegado a tiempo para ocupar la mayoría de los puestos de redactores en los nuevos periódicos que pululan y, como de costumbre, consideran la universidad burguesa como una escuela de Saint Cyr socialista que les da derecho de entrar en las filas del partido con el título de oficial, si no de general. Estos señores practican todos el marxismo, pero de la especie que se conoce en Francia desde hace diez años, y del que Marx decía: “Todo lo que sé es que yo no soy marxista”. Y probablemente diría de estos señores lo que Heine decía de sus imitadores: “Sembré dragones y coseché pulgas.”

Ni como estilo literario, ni en el papel de padre, ni en el de amigo, ni siquiera con sus enemigos Carlos Marx intentó imponer sus criterios. Podía ser mordaz o directo, dulce o cáustico, mas no utilizaba el manido -y dañino- método de que si lo digo yo, es así.

En su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, definió:

El arma de la crítica no puede, evidentemente, reemplazar la crítica por las armas, la fuerza material debe ser subvertida por la fuerza material; pero la teoría también deviene fuerza material en cuanto penetra en las masas. La teoría es capaz de penetrar las masas cuando ella hace demostraciones “ad hominen”* y hace demostraciones “ad hominen” cuando deviene radical. Ser rasdical es tomar las cosas por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el hombre mismo.

¿No se equivocó Marx nunca en sus apreciaciones? Sí, y en más de una oportunidad, tanto con personas como con las expectativas de movimientos sociales. Después del fracaso de las revoluciones de 1848, él y Engels aseguraban que un nuevo estallido conmocionaría a Europa. La Liga de los Comunistas se escindió, la reacción estaba nuevamente en pleno uso de sus poderes. Los colosos sostienen este intercambio:

A mí me agrada mucho este aislamiento público -le escribía Marx a Engels el 11 de febrero del 51- en que nos encontramos ahora tú y yo. Se ajusta totalmente a nuestra posición y a nuestros principios. Eso de andarse haciendo concesiones mutuas, de tener que aguantar por cortesía todas las mediocridades y de compartir ante el público con todos estos asnos el ridículo que echan sobre el partido, se ha acabado.

La respuesta no tardó más de 48 horas:

Por fin volvemos a tener -por vez primera, desde hace mucho tiempo- ocasión de demostrar que nosotros no necesitamos de popularidad ni del apoyo de ningún partido de ningún país, y que nuestra posición está por entero al margen de todas esas miserias. En adelante, sólo seremos responsables de nosotros mismos… Por lo demás, en el fondo no tenemos grandes razones para lamentarnos de que esos “petits grands hommes”* nos huyan; pues, ¿no nos hemos pasado tanto y tantos años aparentando que Fulano y Mengano eran de nuestro partido cuando en realidad no teníamos partido alguno, y gente a quienes tratábamos como si fuesen del nuestro, oficialmente al menos ignoraban hasta los primeros rudimentos de nuestros trabajos?

El destino de los revolucionarios verdaderos es ese: soledad, incomprensiones, y en tanto seres humanos, sufrir en ocasiones de un escepticismo lacerante. Cuando sostienen este diálogo. Europa languidecía tranquila, y para ellos la revolución se demoraba más de lo previsto.

Las aguas comienzan un vaivén premonitorio: en 1856 estalla la Guerra de Crimea; en el 57 una nueva crisis económica internacional; en ese propio año el pueblo hindú se rebela contra Inglaterra; en el 59 se produce la guerra de Francia e Italia contra Austria; en el 65 empieza la guerra civil en Estados Unidos; en el 64 se subleva el reino de Polonia contra la dominación zarista y Prusia y Austria rompen hostilidades contra Dinamarca.

El toque de a degüello llama a los gigantes. No se resisten, Jinetes briosos de la historia desean cabalgar de nuevo: el 28 de septiembre de 1864, en Londres, se celebra la Asamblea Constituyente de la Asociación Obrera Internacional -La Primera Internacional, Marx, iluso, pretendió trabajar entre bastidores. Pronto, junto a Engels, Pasó a ser el vórtice de la organización.

Aglutinaron en torno al partido lo más valioso de los movimientos revolucionarios. Escribieron textos trascendentes, sostuvieron polémicas, extensas e intensas, contra los que pretendían desvirtuar las cunciones de La Internacional. En 1871, al calor de la Comuna de París, el partido multinacional desempeña su papel: primero, de apoyo a los comuneros, luego brindándoles refugio.

Dos de los defensores de la capital gala, Frankel y Varlin, le escriben a Marx solicitándole orientación. En su respuesta -13 de mayo- se cuida del tono, es comedido y cauto, él sabe que no debe dejar el más mínimo sabor a tutelaje:

He hablado con el portador. ¿No sería conveniente poner en lugar seguro los papeles, que tanto pueden comprometer a los canallas de Versalles? Nunca está de más tomar todas las precauciones. Me escriben de Burdeos que en las últimas elecciones municipales salieron elegidos cuatro de la Internacional.

En provincias empieza a sentirse inquietud. Desgraciadamente, su acción está localizada y tiene carácter pacífico. Llevo escritas varios cientos de cartas abogando por la causa de ustedes a todos los rincones del mundo con que tenemos relaciones. Por lo demás, la clase obrera ha mostrado desde el primer momento sus entusiasmos por la Comuna. Hasta los periódicos burgueses de Inglaterra han depuesto su actitud resueltamente hostil que adoptaron al principio. De vez en cuando, he conseguido deslizar en sus columnas un artículo favorable. A mí me parece que la Comuna desperdicia mucho tiempo en pequeñeces y disputas personales. Se ve que andan por medio más manos que las de los obreros. Pero todo esto no tendría la menor importancia, si consiguieran ustedes ganar el tiempo perdido.

El fracaso de la Comuna derivó hacia un nuevo auge de la reacción. El 6 de septiembre del 73 los delegados a la Internacional, reunidos en La Haya, deciden trasladar la sede de la organización hacia Nueva York. Marx y Engels sabían que en aquellas condiciones ya no tenía razón de existir. Ambos se retiraron a sus trabajos científicos, esta vez, en el caso de Marx, para siempre:

En 1860, en una carta a Freiligrath, había expresado:

Bien es verdad que las tempestades remueven el fango, que ningún partido revolucionario huele a agua de rosas, que, en cierto momento se acopia toda clase de desechos, “Aut, aut”*. Por lo demás, cuando se piensa en los gigantescos esfuerzos dirigidos contra nosotros por todo el mundo oficial que, para perdernos, no se contenta con rozar el código penal, sino que lo enmaraña completamente; cuando se piensa en las calumnias esparcidas por la “democracia de la imbecilidad”, que nunca ha podido perdonar a nuestro partido el tener más inteligencia y carácter que ella; cuando se conoce la historia contemporánea de todos los demás partidos, y cuando, en fin, uno se pregunta qué se podrá realmente reprochar al partido entero (y no son las infamias de un Vogt de un Tellering, que se pueden refutar ante los tribunales), se llegará a la conclusión de que el partido, en este siglo XIX, se distingue por su limpieza (…)He expresado mi opinión y espero que la compartas en lo esencial. He intentado también disipar el malentendido sobre el “partido”; como si por este término se entendiera una Liga desaparecida desde hace ocho años o una redacción de periódico disuelta hace doce años. Por partido, yo entendía el partido en el gran sentido histórico de la palabra.

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